El abuelo nos trae unas naranjas
verdes que, por dentro, son azúcar. Las parte en cuatro y nos deja un plato
lleno de ellas. E. y yo no podemos dejar de comerlas. Minutos antes, ella se ha
acercado a mí. Yo era la extraña. Y me ha mirado sin hablar con unos ojos
redonditos igual que los de su padre. Le he pedido que me ayude a escurrir unos
vaqueros sobre la hierba. Los hemos retorcido hasta sacar todo el agua. Luego nos
hemos sentado frente a frente. Con las piernas colgando y comiendo las frutas.
En ese silencio de los niños, donde todos podemos mirarnos a los ojos. Pensar,
ah, eres tú, sí, has crecido, ah sí, la amiga de allá, sí. Pero nadie dice
nada. Solamente nos llevamos gajos y gajos a la boca y chupamos el néctar
dulzón. El sol todavía pega fuerte y hay algo ajeno que, de pronto, me resulta
extrañamente cómodo y familiar. Como si ya hubiese comido gajos de naranja con
E., como si alguna vez ya hubiera estado aquí, en mitad de esta familia.
1 comentario:
Son quizás las naranjas/magdalenas las que te han llevado a esa otra posibilidad.
Besos
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