24/2/11

18/2/11

Timón

Conocí a Timón en un ático de las afueras de México City. Era su graduación de ingeniero. Recuerdo que Ale y yo compramos unos Faros sin filtro antes de subir. Nos sentaron en la mesa de los amigos. Allí estaban J. y PezGlobo, que recuerde. Era mediodía. El DF se extendía como una costra gris sobre la tierra. El edificio era alto, un viejo almacén de varias plantas con montacargas coronado por una sala de fiestas de tonos pastel. Aun extraño lo kitsch de los tonos pastel de lo que es bonito en América. Había comida y bebida. Y la fiesta se prolongó varias horas.

En la terraza de la sala se podía practicar golf a, ¿cuántos?, 80 metros. Tenía dos alturas. Yo estaba abajo, muerta de risa, amenazando a todos con mi palo cuando, caído del cielo, un hombre apareció tumbado delante de mí. It’s raining man, sí. Tras un masaje cardiaco, el hombre volvió en sí. Nunca olvidaré el sonido de su cuerpo contra el césped artificial, ese plaf de hueso roto. Tampoco pude entender qué swing le llevó allí.

Aquella tarde se declaró un incendio en el edificio. Todos los invitados bajamos histéricos las escaleras, a codazos, con la mano en la boca, “los abuelos y niños primero”, gritaba uno. Y yo pensé que Timón había tenido la graduación más surrealista del mundo. De aquello hace ocho años. Tiempo antes de que a mí no me importara morir en México.

Este verano, cuando estuvieron en casa, le vi emocionarse con una de mis canciones (me permito a veces llamarlas así). Se levantó y se fue al baño. Luego nos despedimos en la calle Acuerdo y dijo cosas bonitas. Antes era el amigo golfo de Ale, el canalla. Ahora viene a Madrid y nos cuenta que se casa y que el mirador del DF y que una petición en un cable como los de la Segunda Guerra Mundial.

No sé, hay gente que pasa veloz por tu vida cuando pensaste que nunca más las verías. Y gente que saludó un día y se quedó contigo.

Ahora, cuando salga del trabajo iré a buscar los bombones de tequila que Timón ayer se olvidó y me ha dejado en un hotel de la Gran Vía.

5/2/11

matanza











El abuelo cuenta historias de lobos sentado al sol. Los calcetines de lana arrugados en los tobillos. Un surco de su cara por el hermano muerto, otro por aquel invierno de la montaña. “Ni blanco ni colorao, lo malo es que vivan de esto”. Un esqueleto de madera se retuerce sobre nosotros y prepara sus yemas al sol de invierno. En verano será vencido por el peso de los racimos.



Detrás de mí, las mujeres hablan mientras embuten la carne del animal. Muerto anoche de un tiro. Apenas se conocen pero existe una camaradería ruidosa entre ellas. La mayor de todas pide un bisnieto al aire, llegar al siguiente cumpleaños. Lo dice mientras anuda con certeza el cordón blanco, sus manos son las que ven. Todas juntan la piel, comparan las manchas de los años. Van poniendo nombre a los extraños: Rafael, Nieves, Carmen. Pellizcan las piezas y ríen, obscenas.



Toda la casa huele al ajo picado y a las especias. Hay restos de orégano y pimentón en nuestros zapatos. Pero no sé distinguir el olor de la sangre a borbotones. "Los chicos a comer somarros a la Cabezuela -sigue el abuelo-, que no incordien. De espaldas al sol, chiquilla -se interrumpe-, que te vas a constipar".



Alrededor, la montaña aun está herida de frío. Imagino crujir la tierra, desperezándose en el deshielo, ajena a la gesta de esta nueva familia.