El tren de la una de la madrugada destrozó los finales de mis películas adolescentes. Las noches de verano, con la ventana abierta y el aire de la sierra en el salón, las ciudades dormitorio allá en el horizonte, y su traqueteo detonador. Haciendo retumbar las paredes, los quicios. Justo en el instante en que el protagonista declaraba su amor a la rubia o el asesino confesaba su crimen, la locomotora silbaba un rugido de aviso a las barreras de la estación. Mi bisabuelo era ferroviario, mi madre me lo cuenta, de una pequeña estación extremeña, y conseguía naranjas valencianas en el extraperlo. Allí donde paseamos hace un año, caminaba yo buscando qué. Donde los higos se pasaban en el quicio de la ventana. Al sol. Mi primer juguete fue un tren de latón. Yo pensaba que era el de Barrio Sésamo, con todos aquellos niños embufandados asomados. Pero no. Era mucho mejor. Aquí lo tengo, junto a mí, le faltan ruedas y la campana. Los dos recordamos su chirriante camino por las baldosas del bajo. Haciendo cabriolas espontáneas. El antiguo dueño de mi casa era un obseso de los trenes. Cuando la vi por primera vez, tenía todas las estanterías llenas de locomotoras y vagones antiguos. Cajas de vías y maquetas por todas partes.
Los trenes tienen algo melancólico e inspirador y yo hace mucho tiempo que no tomo ninguno.
Yo buscando qué hace un año en la estación de mis bisabuelos. La 'impronta' que diría Miguel de la foto acusa a su autor.