Hasta los huesos. La chamarra naranja que no es mía cubierta de
agua. Un paso, otro. La calle brillando bajo la lluvia. Hace horas que se hizo
de noche frente a la sierra de Matlaquiahuitl (como hasta hoy no supe el nombre de sus
montañas, lo diré cien veces). De pronto, he echado a correr. De puras ganas. No sé,
mal. Dos camionetas de policía, con su metralla, con sus chalecos antibalas y
ese ir apuntando por la vida. Freno. Es la misma tierra mojada. Es la misma.
Tierra. Y estoy mojada. Y no es que se haya arrugado el gesto de los amigos. El
tiempo aquí ni se esfuerza en castigar
la ausencia. Pero esto no es más una alteración cronológica. Un presente
alternativo. Vuelvo a la casa. El tren de mercancías embiste la noche. Los
gatos pelean sobre el tejado. El agua se estrella con furia contra la lámina. Las
perras negras se refugian de la tormenta bajo la cabaña. Tal vez mañana.
20/10/13
13/10/13
avenida 6
El abuelo nos trae unas naranjas
verdes que, por dentro, son azúcar. Las parte en cuatro y nos deja un plato
lleno de ellas. E. y yo no podemos dejar de comerlas. Minutos antes, ella se ha
acercado a mí. Yo era la extraña. Y me ha mirado sin hablar con unos ojos
redonditos igual que los de su padre. Le he pedido que me ayude a escurrir unos
vaqueros sobre la hierba. Los hemos retorcido hasta sacar todo el agua. Luego nos
hemos sentado frente a frente. Con las piernas colgando y comiendo las frutas.
En ese silencio de los niños, donde todos podemos mirarnos a los ojos. Pensar,
ah, eres tú, sí, has crecido, ah sí, la amiga de allá, sí. Pero nadie dice
nada. Solamente nos llevamos gajos y gajos a la boca y chupamos el néctar
dulzón. El sol todavía pega fuerte y hay algo ajeno que, de pronto, me resulta
extrañamente cómodo y familiar. Como si ya hubiese comido gajos de naranja con
E., como si alguna vez ya hubiera estado aquí, en mitad de esta familia.
10/10/13
guerrilla
Asfalto gris. Es nueve de octubre. Recuerdo habitaciones:
algunos libros de pelea, la ropa por el suelo, el sol calentando el tejado. Al
otro lado del baño, las nubes acorralan el pico. Te lo digo: no hicimos muchas
cosas. También te digo ayer: y me pregunto a ratos que no sé qué hago aquí. Solo
me pasa por las tardes. Que camino y no sé dónde sentarme a tomar un café.
Porque aquí todo sucede de forma rápida, el día y las noches, a veces, y otras
veces, también frivolidad. Y también me choca ser solamente yo y sin ti y que
no nos sentemos a echar un par de cervezas, simplemente, y todo tenga que ser
hasta morir. Hasta el final. Entonces encuentro un rincón junto a una palmera
y me siento un par de horas con un libro abierto que apenas me interesa, pero
que necesito, y pido un café al que le falta molienda. Y cae la luz y la tarde
cae y cae más agua. Y la tristeza posterior a todas las llegadas. Me exijo
control. Mucho control. Hay algo eléctrico que me conecta con aquel otro
principio, cuando mi sandalia navegó por la avenida 11 y todo estaba por pasar.
Es una cuna de montañas llena de nubes. Y sé que voy a vivir sin saber dónde el
norte, dónde es arriba o dónde mi país.
9/10/13
nuestros demonios
Solo a mí se me ocurre, estando en la calle 9, caminar hasta
la avenida 21. Esquivar el encuentro con los de la tienda de abarrotes donde
compraba el periódico –la última vez se acordaron de mí y me chistaron, “eh,
güera, ¿regresaste?”- y llegar hasta el fraccionamiento donde vivíamos. Sentarme
en la banqueta en frente de nuestra casa, entonces roja y azul, hoy salmón, y
quedarme mirando esa puerta por donde ya solo entran y salen fantasmas. Ver asomar
la palmera del jardín bajo la que. Adivinar la cocina, con su garrafón de agua y
su montaña de papeles y en la que. Mi habitación, el colchón en el suelo sobre
el que. Y entonces, sucede: una mano se mueve y le pega la vuelta a las
vísceras que creías agarradas. Es la catarsis. Ha comenzado. He provocado su
encuentro y ha venido.
Les conté ayer a los chicos del taller que, al escribir,
vendrán a visitarles sus demonios. De forma recurrente, se sentarán junto a
ellos. Esto no lo digo yo, lo dice Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista, que esos temas-demonios no son otros
que aquellos que nos han hecho ser disidentes de nuestra propia vida. Instantes donde nos transformamos, personas que nunca imaginamos amar, pensamientos que nos alejaron drásticamente de lo que fuimos.
Y entonces, al decirlo en voz alta, en ese patio, dentro de
los portales del parque de esta ciudad, he comprendido algunas cosas.
8/10/13
reality bites
Al
cruzar el patio del periódico, aún me parece que veo a lo lejos la silueta de
Samuel, largo y moreno, guapo como ninguno, fumando un interminable cigarro.
Dónde está Samuel. Quiero decir, está en San Cristóbal, pero dónde está. No
está en la mesita baja donde mano a mano fulminamos aquel pomo de ron. Ni en la
puerta de la casa roja, pasándome la mano por la cabeza, diciéndome, así son, así
es. No le escucho cantarme aquello de me calaste hondo. No está en Tierra Blanca, mirándonos con miedo los dos en el suelo de aquel
taxi con la balacera de fondo. No está tirado en el colchón, escribiendo a la
luz de una vela. No está cansado, ni enfermo, con aquella camisa azul, no está
dibujando a lápiz. No le encuentro entre las caras morenas del camión a Peñuela, cruzando ese olor a café y
maquinaria de la zona industrial. Ni durmiendo la siesta, robándole horas a la
chamba mientras la lluvia. Esta lluvia de hoy y de entonces y de aquella pobre
canción que escribí y ya apenas recuerdo. No está como no estuvo
aquella mañana siguiente en que yo regresaba de una fiesta y le dejé con fiebre
en la cama, con un paño frío en la frente y una manzanilla sobre la caja de
madera que hacía de mesilla. No está rodeado de chiquillas haciéndose fotos con él en los carnavales de Yanga. No se pone mi pañuelo rojo en el pelo. Ni me dice que cuando hablaba con aquel movía
la patita, así me decía: mueves la patita, aroa, te cambia la voz. No está
sentado en la batea, regresando de Orizaba aquella tarde que seguimos al
Subcomandante Marcos y nos despeinó el
viento en la autopista y trepamos por las cuestas de Córdoba, botando,
sonriendo, no manches, el Sup. No me obliga a grabarle diciéndome: Soy lo mejor
que te ha pasado en la vida. Ni ya me hace responderle, muerta de risa, “pues vaya
mierda, Sam”.
En Puerto Escondido -ese nombre- con Samuel en 2005
5/10/13
el chapu
Felipe me leía a Ginsberg de pie en su casa de San José. Tal
vez llovía fuera. Yo aún no conocía el Aullido.
Y él lo leía desde lo alto moviendo los brazos. Es el recuerdo más fuerte
que tengo de él, porque de antes solamente aquella
copa de vino en un jardín rodeado de amigos. Nos volvimos locos dando al repeat de la canción, “brindemos que es
el momento”. Aquella comida, los moscos clavándose en mi pie. La inyección. Y
aquel cumpleaños en que salimos de madrugada a la calle y gritamos Ma-ya-bel y
nos subimos al coche rumbo a Palenque y todos caímos dormidos antes de escapar
de la ciudad. Cuando abrimos los ojos, solo habíamos llegado a Catemaco, la
tierra de los brujos, y el sol entonces nos pegó en toda la cara, destrozados, con
los párpados negros, con la ropa sucia. Y yo me olvidé de la visita de una amiga
y le decía desde la carretera “ya voy ya voy” y estaba a cuatro horas de nuestra
casa. Él no entiende que yo vuelva a Córdoba; y le respondo que aquel fue un
tiempo brillante del que extraño el valemadre.
Años después, nos vimos en un lugar que nos pareció el fin del mundo. La selva
verde de Tabasco. Vivían en una casita en un pequeño pueblo donde la lluvia
de las tres de la tarde despertaba el vapor y empapaba mis trenzas. Y allí nos
quedamos atrapados. Sin teléfono. A veces sin agua. Con la tensión subterránea. Pero regresaron a la ciudad donde coincidimos por primera vez y
estamos deseando volver a brindar y repetir los mismos versos de las mismas
canciones. Hoy hemos desayunado juntos, en Fortín de las Flores, con su mujer,
Mónica, unas picaditas rojas y muchas palabras, trazando planes, maldiciendo el
capitalismo, siempre zapatista, siempre disidente.
Con el Chapu en Oxolotán en 2009
3/10/13
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