Volvimos a la ciudad grande. Apenas me dio plática el taxista de noche, volviendo a San Bernardo. Aun traigo en la piel el sabor amarillo de los maizales. El veneno de los insectos.
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En la parte de atrás de un coche negro, una flaquita morena se contonea. Luego las casas de piedra me traen al puente alto, sobre el río que no existe. Las luces que se extienden hasta el monte.
Dibujo la silueta de una tortuga gigante en la ventana. Abro la puerta. Las flores aguantaron la embestida del calor y la ausencia.
Me miro en el espejo del lavabo y son los mismos ojos. El pelo está más seco. Aunque hoy no enredes tu mano y me digas que así me imaginaste mucho antes, en las fotografías.
Ahora tengo una casa, una bañera, un armario donde guardo las conservas y el frío. También están los amigos aunque no sepan de dónde llego con este olor a sal en los labios.
Supongo que este es mi rancho, mi pueblo quieto. Vivo junto a esos gigantes blancos