Yo no quería a Frida Kahlo.
Pero empezó noviembre y me hicieron un encargo.
Quiero pintar mi casa de azul Coyoacán.
Yo no quería a Frida Kahlo.
Pero empezó noviembre y me hicieron un encargo.
Quiero pintar mi casa de azul Coyoacán.
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Como hoy, a esta hora, hace ya demasiados años como para recordar cuántos han pasado, yo pintaba en sepia la carita de una indígena. Estaba lejos de haber visto nunca unos ojos rasgados y negros como aquellos. Me estaba quedando bien. Carboncillo, blanco, pastel. Mi madre andaba preocupada porque el abuelo no llegaba a comer. Subió a mi habitación y miró por la ventana. Alguna vez se había ido dormido en el tren hasta Ávila, dejando atrás nuestra estación. Y llamaba, después, desde una cabina, para avisar. Seguí pintando, preguntándome qué extraña intuición me hacía pensar que todo estaba en orden.
La comida se quedó fría aquel otoño, el abuelo murió dormido, como eligió, y yo nunca más me fié de una corazonada.
Mientras tomo un té chai (mal hecho por impaciente) en la cocina verde, pienso en los días que he pasado con mi hermana en Munich. No compartíamos cama desde aquella siesta en la que ella se quedó dormida a mi lado sin darse cuenta. Nos llevamos muchos años, todavía, pero supongo que, igual que yo me hice mayor entonces, cuando partí al frío y a la soledad de la noche a las tres de la tarde, ella lo hará. Aquí la espero.
Vive junto a la Paradiesstrasse, a pocos metros del jardín inglés de la ciudad, un parque gigantesco donde el otoño se arroja al verde y los canales. Ella lo atraviesa en bicicleta camino de la Universidad cada mañana. Y, entonces pienso, cada noche. Y vendrá la nieve y el frío y yo solo quiero que entre en calor, y que pedalee muy rápido; que se ría mucho en las locas fiestas de extranjeros, que sepa que una conversación, aparentemente banal, puede salvar una semana.
Luego me adjetivo insoportable como una madre histérica, no como la que hemos tenido, como una abuela temerosa, como tampoco.
Nos preguntamos, imagino, cómo dos personas que han vivido tantos años en la misma casa, con los mismos padres, podemos ser tan distintas. Y creo que nos equivocamos. No lo somos tanto. Aunque ella es más inteligente y yo más pánfila. Ella pertenece a la planta de arriba, donde la música y lo privado, y yo he vivido siempre en la cocina, donde las conversaciones al olor de la cena. Ella es práctica, yo idealista. Ella fuerte, yo llorona.
He tardado en darme cuenta de por qué la necesito. A mi lado. Aunque esté lejos.
Quiero una cocina blanca por cuya ventana se cuele la brisa fría del mar del norte. Donde una taza caliente sobre la mesa. De metal, la taza. Allí estaré sentada con una chaqueta de lana marrón de aquel que no me sienta bien pero no importa, frente a mis papeles. Veré el otoño sobre las colinas altas. A lo lejos. Tendré un par de flores amarillas en un vaso, un silencio azotado por las gaviotas, el olor a carbón de las maderas, los eucaliptos tirando hojas al musgo blando. Ti-ran-do-ho-jas. Chopin nocturno. Esa canción. Caminaré hasta el pueblo. Compraré pan negro y mantequilla. El periódico de un país en el que no vivo. Recibiré la visita de alguna amistad lejana, convidada a la hora del silbato del té. Veré caer la tarde mientras la leña, y el libro en sus últimas páginas, y la espera. La llegada nocturna del que trabaja. Los dos en una balsa sobre el mundo.