He tardado una media hora de desesperación en encender el ordenador confuso, vago y lento, lleno en su poca memoria ram, que nunca supe qué era. Que estoy sobre una mesa de cocina blanca y grande. Que huele a albahaca. Y se enciende la pantalla, al fin y a duras penas. Y aquí, en medio de esta noche de insomnio me encuentro un poema en la bandeja de entrada del correo, inesperadamente. Y digo, vaya horas, no sé si por las cuatro, o por los años.
Que ayer mismo, acariciaba la tapa de un libro y pensaba que si no se hubiera dejado tanto, si no me hubiera dejado de lado tanto en el descubrimiento podríamos haber charlado todo un año de si el joven escribe a golpecitos certeros e irónicos una infancia de escombros en nuestra vieja Alemania. O abrir la boca y los ojos como para tragarse de memoria todas las palabras que llegan desde oriente. Y tantas cosas que voy y me van descubriendo y no le encuentro en el codo a codo. Eso era ayer mismo.
Así que acertado en mi desesperanza suya su propio grito. Y propongo a mi noche abrirle una a una las palabras que manda. Y hacerle a este silencio las preguntas sobre el verso, la amistad y el tintero. Respuesta a la que sólo él y quién sabe si el paisaje que rodea esa, a veces, compleja cabeza, podrían contestarle.