31/1/11

reencuentro

Fui a ver a Mo porque quería recordar cómo se reía.

Cuando bañábamos las tardes en té de frutas y vino caliente. Aquellos días en que escribió su primera novela, y nos hicimos fotos junto a los papeles, escondidos todos de la nieve, en aquel cuarto estrecho que yo heredé, en el invierno de 2002, sobre el diván que destrozó mi espalda.


Quería recordar las tardes en las que nuestra única diversión era ir al supermercado en las bicicletas, cruzar el río, comer pan negro, respirar. La lluvia tras las inmensas ventanas del centro, el tic-tac de los dedos sobe el teclado, la botella a medias, las cartas que llegaban desde Madrid llenas de frases de las que, por suerte, nos hemos ido deshaciendo.


Aquella vuelta del sur con mi padre en la furgoneta, en la noche oscura del bosque alemán, contándonos sus primeros tiempos.


Mo ha tenido una hija que tiene sus ojos y vive en la casa donde nació su abuelo, en esta misma ciudad. Nos hemos perdido cosas importantes, algunas heridas. Pero no hace falta preguntarse dónde hemos estado. Porque volvimos a sentarnos a cada lado de una mesa de cocina y hemos hecho terribles planes de futuro.


Fui a ver a Mo porque quería recordar cómo me reía.

Una de las ventanas de entonces


25/1/11

Tener miedo era esto.
Entonces.
Tenía mucho que ver con la materia.
Y cómo cierras la boca. Cómo no te vas. Cómo te aguantas.
Cómo no eres ni la mitad de fuerte, de lista, de guapa de lo que pensaste.
Mientras, tus amigas se han marchado muy lejos. Ven caer la tarde sobre Lima, hojean los capítulos de los libros que soñaron.
Tú has alimentado la boca de la página que no vas a escribir.
Bebes con moderación, comes menos que un pájaro.
Él te mira con la preocupación de quien no sabe cómo sanarte. El atento.
A veces, cierras los ojos con la tele encendida y, a horas, de madrugada, te despiertas pensando que esto ya va a pasar, porque te toca, y que nadie va a quedarse solo, que los grandes sabios de tu vida van a volver a acariciarte el pelo.
Que alguien te va a dar un algodón bañado en coñac a medianoche y que algún día volverás a dormir el sueño de los despreocupados.

19/1/11

Personae

Aun me preguntas a cuenta de qué escribo tantos poemas de amor
y de dónde llegó este tierno libro a mi boca.





Ezra Pound

3/1/11

Charleroi


No es nuevo: en los alrededores de las estaciones la vida es gris. En el Café de París solo hay hombres. Cuando en un bar las únicas mujeres somos la camarera y yo, la parte rancia de mí dice alerta y crece una extraña complaciencia. Están todos de espaldas al ventanal con grafiteado navideño: Bonne Année. Otro se apoya en la tragaperras. Ella tiene la voz ronca, coleta rubia, flequillo a ras de ojos y cerca de sesenta. Zapatos con alza de lentejuelas y una camiseta con dibujos chinos. El Fotógrafo quiere una cerveza oscura, pero le traen una clara. Simon y Garfunkel de fondo hacen más amable el aire. Cuando bajo a lo que se supone que es un baño dudo si, bajo las espesas cejas dormidas del último cliente, en realidad, hay una mujer.
Uno de los hombres es el retrato del Abuelo Goyo con boina. Y en belga. Los ojos más claros.
Después de la mítica Brujas, es curioso que saque el cuaderno en este antro periférico.
- La rubia no está tan mal -dice El Fotógrafo, y yo dudo por un instante que hable de la camarera o de la cerveza, y añade - Somos un par de cronopios.