La frontera nos espera al final de esta semana. No soporto contar más segundos atrás.
Necesito un paisaje violento. Y hermoso.Firma de Juan Carlos Mestre en la Feria del Libro de Madrid
Ganem echa el yogur sobre el pan. Abriendo mucho los brazos, espolvorea en la sartén enorme pistachos molidos y me dice: nosotros pensamos que Líbano, Siria, Jordania y Palestina son lo mismo. Luego vinieron los franceses, los ingleses, en fin.
Esto se llama Fatush.
Llevan cuatro días cocinando para la fiesta, en la mesa hay decenas de platos a los que no sé ponerles nombre. Un niño corre por el jardín buscando la pelota que Yasmine le tira. La madre sonríe desde lejos. El embajador se derrama el vino sobre la camisa de rayas. Yo me siento junto a un hombre del que no he podido aprender aún su nombre y al que he seguido en coche desde Madrid.
Todos se conocen de allá, cuando mojaban los pies cansados en una acequia de Damasco, de la facultad de medicina, de los arenales donde hoy se levantan difíciles edificios. Nosotros conservamos a nuestros amigos. Son familia para siempre. Y desde siempre, me explica Gualib. Me conmueve la hospitalidad, el roce de sus manos al hablar. Todos saben cómo me llamo, lo pronuncian Arúa, que es un nombre árabe. Significa bonita.
A la hora del té, me retiro de la reunión y salgo a la terraza. Una mujer me dice que fuma tabaco negro porque el rubio tiene ramitas y la picadura es basta. Ahora sé que es cubana. Y que nunca pudo regresar. Son las cosas que tienen las dictaduras, dice. Toma el té sin azúcar.
A veces me pregunto forzada qué hago allí. Rula me trae más vino, me sonríe, dice que es feliz. No había vuelto a probar namura desde que vivía en Palestina. Es difícil dejar de mirarla hablar en su lengua, gesticular, recibir el sol de la sierra.
Yo misma rellené la carne.
Te hubieras reído al verme meter dentro de su cuerpo pelado las semillas verdes, aplastarlas con los dedos, retirar la cara, muerta de asco. El cuerpo de un ave sin pluma muere sin virtud, sonrojado para siempre en los hornos de las casas. Quería contarte esto. Sentados en la escalerita de la puerta, viendo caer abrupta la tarde como un telón de vientos.
Mamá tuvo luego las manos llenas de virutas naranjas, heridas de óxido.
Saida y yo estábamos contentas. Nos retocábamos insistentemente el Hiyab. Esperamos encaramadas al escalón, verte aparecer por el valle del Ksab, al pie de nuestra casa. Con tu traje marrón, más holgado tal vez, como te fuiste. Algunas canas nuevas, arrugas que yo te estiraría con las manos hasta encontrarte.
Regresarías el mismo día que las ballenas cruzaran el Estrecho. Agitando las olas. Por eso, esta calima gris sobre nosotros, la presión en las sienes.
Sobre la mesa ha quedado el pavo, el trigo ablandado dentro. Arrugándonos las tres. La tristeza es un sentimiento que huele a humedad cerrada.
Pero no has llegado. No sabemos de ti.
Por eso te envío esta carta al otro lado.
Sin saber qué te impidió subir al ferry. Cruzar nuestra frontera.
Y mamá agarrada desde siempre a la baranda vieja.
Y volver a encontrarte con las mujeres de tu vida, arrinconadas, en esta esquina del océano.
Foto de David Ruiz, cuando cruzamos por primera vez el Estrecho en marzo de 2010