Hemos ido hasta la casa antigua.
Aquí me caí de la bicicleta, le cuento, en este camino está mi sangre de las
rodillas pequeñas. Me molesta el desorden de la tierra. En mi memoria es
diferente. Hacemos el sendero del campo y, desde arriba, observo la que fue mi
casa. Los árboles han crecido ridículamente en ese jardín tan pequeño. Él habla de aquellos que se jactan de no saber de ciencia −gente como yo que hace
años se olvidó de la fórmula de las raíces cuadradas− y de aquel hombre que apareció esta semana en
la televisión sin miedo a hablar: lo digo porque no espero nada de nadie, decía. El
cielo está azul y es el primer sol de marzo. A mí me falta el aire dentro y
tenemos que parar y sentarnos sobre una piedra. Nuestro perro corretea junto a
las vías del tren. Algo se estira y empuja contra mis pulmones tratando de
hacerse hueco dentro y me corta la respiración. Siempre quise pasear por este
campo con un hombre y un perro. Y que los dos me quisieran y me esperaran entre
las jaras. Nunca imaginé que iríamos a este paso mío, tan lento.