D. sabe que todas las generaciones que le preceden hundieron
sus manos en el mismo campo. Pero yo siempre he pensado que soy una sin tierra. Mi abuela Manuela, la única viva, es
de Montejo de Salvatierra, Salamanca; su marido, el abuelo Goyo, de Santa
Olalla, en el llano de Toledo. Dicen que de muy chico cogió la bicicleta y se
fue a ver el mar, como en la película (mi madre dirá que esto es parte de la historia familiar imaginada que yo voy tramando). A lo que seguro sí se fue demasiado
pronto fue a la guerra. Todo con tal de salir de sus cuatro calles. Mis abuelos
maternos, Moisés y Carmen, son los dos de Extremadura, de Garrovillas de
Alconétar y de Cañaveral, orillas del río Tajo. La abuela decía que del 36 solo
recuerda el sonido de las detonaciones sobre el puente. Eso y el estraperlo de
naranjas de Valencia en la estación. Todos ellos fueron emigrantes. O
inmigrantes. Depende desde donde mires su historia. Pobladores de la periferia
de Madrid.
Apenas puedo ascender en mi árbol genealógico más allá de un
par de generaciones. Si le doy dos vueltas, por más desarraigo que tenga, soy
una mujer castellana criada en más de tres casas y que tiene recuerdos
infantiles en el Madrid de los barrios de las afueras.
Últimamente, cuando vamos a El Pueblo de D., donde cuatro
paredes detrás de una casa son corral por más que tengan suelo de mármol,
paramos mucho en Santa Olalla. Hoy mismo, de vuelta, siguiendo la tradición,
hemos desayunado churros en el bar Luna, en la antigua carretera. Un señor nos
ha empezado a hablar sobre nuestro perro. Le he mirado, y los ojos pequeños y
achinados, el porte ancho, la nariz, la piel, las manos, eran muy parecidos a
los de mi abuelo. No he indagado. Hasta este punto es mi necesidad de buscarme.
La última vez que hice unas preguntas, descubrí que el camarero era pariente de
la Cirila, la tía más vieja de mi padre. Mi padre nació muy rubio para ser hijo
de castellanos, parece francés, dijo la prima Piedad. A él le encanta esta
anécdota. ¿Yo que soy?, nos dice. Francés, papá, tú eres francés.
La cosa es esta: cuando tomamos la nacional cinco, cuando
después de los últimos pueblos de Madrid con sus centros comerciales a la
americana, aparece el llano, y luego las montañas altas a la derecha, cuando el
suelo se empapa y todo es encina. (Las encinas no sirven para nada, dijo el
padre de D.). Cuando el verde se levanta y la niebla también y están los buitres negros graznando sobre los campos. Hay algo que se
mueve. No es arraigo. Es que de ahí, de esas tierras, partió mi gente. Su
decisión, más necesidad que huida, más pan que aventura, me trajo aquí. Y no
deja de ser una frivolidad que yo no me sienta parte de esas calles, de esa tierra
seca, como de cuatro puntos cardinales, lugares que fueron el mundo entero para mis cuatro
abuelos.
Foto de V. Villasevil
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