Y después, como si cada
semana no le hubiera dejado más opción, antídoto contra la verdadera oscuridad
de los domingos, bajaba la escalera hasta la recepción para esperar su
llamada: ¿puedo verte ahora? Si quieres, sí. Siempre sí. Y aparecía despeinado,
cubierto de lluvia en la puerta, los bajos llenos de barro, su cuerpo estático como un vampiro que no puede entrar hasta que el anfitrión se da por
vencido y se entrega al mal. Y escribían versos muy pobres, migajas de palabras
eléctricas sobre la gran moqueta europea. Hasta que un día se rompieron en dos.
3 comentarios:
¿Cada uno? Entonces fueron 4.
Breve y gustoso.
Triste sin lágrimas.
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