28/11/10

punto final

Yo no quería a Frida Kahlo.

Pero empezó noviembre y me hicieron un encargo.

Quiero pintar mi casa de azul Coyoacán.

23/11/10

23 de noviembre

.

Como hoy, a esta hora, hace ya demasiados años como para recordar cuántos han pasado, yo pintaba en sepia la carita de una indígena. Estaba lejos de haber visto nunca unos ojos rasgados y negros como aquellos. Me estaba quedando bien. Carboncillo, blanco, pastel. Mi madre andaba preocupada porque el abuelo no llegaba a comer. Subió a mi habitación y miró por la ventana. Alguna vez se había ido dormido en el tren hasta Ávila, dejando atrás nuestra estación. Y llamaba, después, desde una cabina, para avisar. Seguí pintando, preguntándome qué extraña intuición me hacía pensar que todo estaba en orden.

La comida se quedó fría aquel otoño, el abuelo murió dormido, como eligió, y yo nunca más me fié de una corazonada.

16/11/10

Cuando cada tarde se anuncia la tormenta, yo me entrego al brebaje químico de las máquinas.
El gris del cielo y el que envuelve estos días
es el mismo.
Solamente el sonido del teléfono me hace decir soy yo, y soy yo sin más certeza que la obligada.
Promontorios marítimos, delfines, camiseta de rayas, aj
ustes de zapatos de mi vida, os he abandonado.
Como si solamente esta calle y otro mediodía ansioso.
Como si el abrigo voraz del invierno penetrase mi pecho.
Si este lápiz mordido que ella encontró entre mis pies fuera una historia.
El autobús se escapa de su línea, recogerte a la salida del trabajo.
Como dos de esos locos que se marcharon jóvenes para ver una playa.
Y no llegaron.
El miedo de reencontrarte con alguien estriba en que no te reconozca.
No sé si ayer hubo estrellas encendidas en la noche. No miré.


12/11/10

volar


Mientras tomo un té chai (mal hecho por impaciente) en la cocina verde, pienso en los días que he pasado con mi hermana en Munich. No compartíamos cama desde aquella siesta en la que ella se quedó dormida a mi lado sin darse cuenta. Nos llevamos muchos años, todavía, pero supongo que, igual que yo me hice mayor entonces, cuando partí al frío y a la soledad de la noche a las tres de la tarde, ella lo hará. Aquí la espero.

Vive junto a la Paradiesstrasse, a pocos metros del jardín inglés de la ciudad, un parque gigantesco donde el otoño se arroja al verde y los canales. Ella lo atraviesa en bicicleta camino de la Universidad cada mañana. Y, entonces pienso, cada noche. Y vendrá la nieve y el frío y yo solo quiero que entre en calor, y que pedalee muy rápido; que se ría mucho en las locas fiestas de extranjeros, que sepa que una conversación, aparentemente banal, puede salvar una semana.

Luego me adjetivo insoportable como una madre histérica, no como la que hemos tenido, como una abuela temerosa, como tampoco.

Nos preguntamos, imagino, cómo dos personas que han vivido tantos años en la misma casa, con los mismos padres, podemos ser tan distintas. Y creo que nos equivocamos. No lo somos tanto. Aunque ella es más inteligente y yo más pánfila. Ella pertenece a la planta de arriba, donde la música y lo privado, y yo he vivido siempre en la cocina, donde las conversaciones al olor de la cena. Ella es práctica, yo idealista. Ella fuerte, yo llorona.

He tardado en darme cuenta de por qué la necesito. A mi lado. Aunque esté lejos.


10/11/10

Regresar a Eichstätt

Ha pasado tanto tiempo y tantas cosas que volver no fue triste, ni sentí nostalgia por aquellos comienzos de siglo, cuando dejé por primera vez la casa de mis padres y me fui , arrastrando maletas, a vivir a un pueblecito de Baviera.

Las calles de esta ciudad, como un puzzle desencajado durante años, comenzaron a enlazarse: la Dom, el Rechnen, la Theke, mis pasos sobre las hojas secas del Alemania. Intenso trabajo de la memoria. Como si todos los espacios fuesen tomando un brillo sosegado, feliz.

De todos aquellos amigos, repartidos hoy por el mundo, solo pude encontrar a S., fiel al trocito de tierra donde se esconde en el bosque nuestra burbuja de cristal y nieve. Él me canta Compay, tira su gorra verde al aire para celebrar el encuentro, lanza besos.

Aquella era mi ventana, pienso, aquí escondí la bicicleta, aquí lloré de desesperación ante un idioma hostil, aquí echamos, a voz en grito, las culpas a la tierra. Aquí se sentó C. con su café temprano, sobre una alegría zapateada. De esta calle se llevó la policía a J. un frío carnaval, en este escalón me esperó para hablar de poesía. Aquí F. revoloteaba sobre una francesa pequeñita en primavera. Tras este cristal M. aguardaba con una infusión caliente. En esta casa bailábamos frente a los cristales gritando: "no somos fracaso".

Amo los lugares donde he vivido. Se me graban dentro. Los dejo entrar y formar parte. Y ellos siempre han sido generosos conmigo, recibiéndome con sus calles abiertas, algunos otoños después, como si aun fuera aquella joven rubia y soñadora muerta de frío en Eichstätt.

4/11/10

por soñar

Quiero una cocina blanca por cuya ventana se cuele la brisa fría del mar del norte. Donde una taza caliente sobre la mesa. De metal, la taza. Allí estaré sentada con una chaqueta de lana marrón de aquel que no me sienta bien pero no importa, frente a mis papeles. Veré el otoño sobre las colinas altas. A lo lejos. Tendré un par de flores amarillas en un vaso, un silencio azotado por las gaviotas, el olor a carbón de las maderas, los eucaliptos tirando hojas al musgo blando. Ti-ran-do-ho-jas. Chopin nocturno. Esa canción. Caminaré hasta el pueblo. Compraré pan negro y mantequilla. El periódico de un país en el que no vivo. Recibiré la visita de alguna amistad lejana, convidada a la hora del silbato del té. Veré caer la tarde mientras la leña, y el libro en sus últimas páginas, y la espera. La llegada nocturna del que trabaja. Los dos en una balsa sobre el mundo.