20/10/11

reseteando

Es miércoles. La semana me va fundiendo como este desquiciado mes de octubre. Esos dos coches me vieron llorar en la plaza que he renombrado con una fácil desesperación. Triste gota de lluvia sobre mi pelo en la calle de la Luna. Una mujer muy flaca arrodillada en la puerta de un chino grita que le duele el estómago. No sé qué hacer. Este fue el hermoso camino en sentido contrario a nuestra casa un sábado que salimos a buscar unos libros. Tú ahora lo lees con afán, yo abandoné.

En Pizarro dos amigas deciden plantar cara a la incertidumbre. No es la primera vez. Aunque sí que se sientan, frente a frente, sin más pronóstico que enlazar una historia.

Nunca los temporales vinieron solos ni con tantas ganas. Pero hay una pequeña esperanza, como este paso, como una gabardina comprada antes de tiempo, como el sol poniéndose furioso tras el férreo edificio de Schweppes.

En otra coordenada tú deshaces las horas para verme. Puedo adivinar tu gesto en nuestra casa, con el pequeño blanco correteando, exigiéndote un esfuerzo, me aproximo de memoria y desde cerca a tu gesto. Me acoplaré a tí durante toda la noche.

Me has visto dar el volantazo para volver al mismo punto.

Una y otra vez.

Seremos capaces del invierno. Lo intuyo.

16/10/11


Este no tan viejo poema lo encontré ayer antes del recital. A Porto le gustó, será que no tiene palabras, cómo dijo, raras. Ya se ha ido nuestra penúltima visita. Aun están aquí, sobre la mesa blanca, las manchas de su vino, hay un pastel de verduras olvidado en el microondas en el momento del último calentón antes de la cena y un caballito de  tequila muere hundido en el estanque del Templo de Debod. Además, es domingo, como debía serlo cuando escribí esto.
Además.
Mientras, voy a seguir poniendo en orden la casa y sus ausencias.
Y sacar al perro violinista a pasear. 




Debajo de la plaza, un hueso de ciruela
y este sonido de domingo hambriento
de cierres
y pintadas roídas
por el sol.
Este
domingo
de sabor a mar en las encías viejas, de lecturas enjutas,
de pan desesperado de aguantar el mordisco,
de extraña aparición de un ex amante.
Al timbre nuestro perro,
que nunca espera a nadie,
alarma con su grito de violín al vecino
que chirría en su sueño.
Poniente de domingo en una página.
Ya que  nunca podremos desnudarnos.


Por si a alguien le interesa, no sé bien quién anda ahí al otro lado a estas alturas,…  tengo muchas ganas de escribir. 

5/10/11

a bordo y desbordados


somos las sombras
del camarote 503

te guardo un baile


el cartel es cortesía de Carla García

2/10/11

Moisés


No sé qué autobús utilizaba el abuelo los domingos para ir al rastro. Es un detalle sin importancia pero, hoy, pensando en él, despierto el recuerdo por el día de la semana y las rutinas ajenas que seguí alguna vez, he pensado que no lo sé porque nunca me molesté en saberlo. No voy a culparme, era una niña. Él me invitó a acompañarle muchas veces y yo siempre le decía que mejor el siguiente domingo.

Tenía un puesto que bien merece la calificación de precursor de los bazares. Vendía rascahielos, platos chinos (eran tiempos del súperdiscochinofilipino), pintalabios, sombras de ojos, cubos de rubik, yoyós. Cuando se fue, nos dejó cajas llenas de estos objetos que dormitan en los garajes de las casas familiares.

Sobre las tres y media, volvía, con su bolsa azul al hombro, inclinado sobre la pendiente de aquella calle de Usera, y llegaba a comer el guiso de la abuela, casi siempre chamuscado por un descuido durante la charla con las vecinas, y se quedaba adormilado en la sobremesa.

Aunque de todos los abuelos que se han ido, probablemente sea en el que menos he pensado en todos estos años, me encantaría saber qué diría él de tantas cosas. Él, que quería ir a Nueva York y a Ciudad de México (ay, abuelo, te hubiera llevado tantas veces), que recordaba la playa de San Sebastián como la más hermosa de su escueto mundo, que cuando por fin regresamos durante un verano de infierno a su pueblo extremeño, se torció su cabeza en el paseo, somático. Él, que me decía, y totalmente en sus cabales, que yo iba a ser ministra (abuelo, por dios), nada menos, que se empeñaba en leerme fábulas y hacerme preguntas después. Él, él, él. Un hombre. Un desconocido para mí. Una sombra en la butaca en silencio, un cerebro siempre activo, una sentimentalidad que me destroza a veces y que llevo tallada en mi adn.

Hay tardes en las que me encantaría beber un anís con él y quedarnos dormidos. Pero solamente puedo acurrucarme sobre esa cuarta parte mía que es suya, leve, pero suya. Y dejar caer un lagrimón. 


impecable, 1980