30/6/10

Primero A y primero B




Cuando murió la mujer de B, su caminar se volvió lento. En el rellano, si le sorprendo intentando meter la llave en la cerradura, se gira despacio, me mira y apenas hace un gesto leve con la cabeza. Llevamos dos años viviendo puerta contra puerta y aún no sabe que las chicas morenas, exactas para él, con las que pretendía ennoviar a su hijo, B también, se marcharon poco a poco de la casa. Hoy le he sentido intentando llevarse la maceta que tengo, desde hace ni se sabe, junto a mi puerta. Es mía, me dice cuando abro una ranura. No, le reto, me la regaló mi tía hace un año. Yo traje las aspidistras, todas son mías, insiste. Si quieres alguna, pídemela. Me quedo quieta, intentando no romper la ceremonia de robo que le está costando la vida, y le ayudo a ponerla junto a su puerta. B, le digo, sí, quiero una planta, ¿me la puedes traer? Para qué, llévate esta misma que tengo aquí. Entonces, con un pie flojo, le da unos toquecitos a mi ya ex maceta de barro. Bah, y cierra sin fuerza suficiente como para dar un indignado portazo.

Como otras noches de verano, bajo a regar el patio, me mojo adrede los pies, recorto algunas hojas, me planteo hacer un curso de jardinería y, cuando estoy a punto de terminar, B vuelve a salir de su casa. Me temo entonces lo peor. Pero, ignorándome, cruza diligente y perfumado y abre la puerta del portal. Una mujer canija entra y se sienta junto a él en el banco. Charlan a un ritmo extraño para mí. Ella, mano sobre mano sobre la falda quieta. Les dejo allí esperando la caída de la tarde, con el olor de la tierra mojada. Nunca le había visto sonreír. Cuando subo, la maceta ha vuelto a estar en mi puerta.


Anexo: Una semana después, B junior portó para B una enorme aspidistra que dejó en nuestra puerta.

23/6/10

compañeros


Echo de menos a Younes. Le conocí en Janine Jato, rincón de Orán, cuando la ciudad era salpicada por explosiones. Recuerdo sus ojos azules, sobre todo, en medio de los escombros. Buscaba a su padre en el puerto. Era un niño.

Lo supe ayer cuando caminaba de vuelta a casa, despacio, por San Bernardo. Acababa de dejar solos, esa misma tarde, a Lucas y Claus. O a sus fantasmas. Tardé en reconocer la angustia que precede a ese sentimiento. Creo que, entonces, me parecí a Hannah, incapaz a pesar del deseo de articular palabra frente al chiquillo.

Crucé el patio de nuestra casa y me detuve frente a la parra virgen. No acaba de echar flor. Como si estuviera en aquella habitación de cristal. Tal vez sea eso, que en Madrid, a la naturaleza le resulta muy difícil embestirnos.


12/6/10

Carta a Emily Dickinson

Querida Emily:

Te escribo una carta que no recibirás pues no confío en más que en la carne que me sostiene viva. Como aquel gusano rosa que una tarde se coló en tu habitación. Mientras leía Crónica de plata, me he preguntado muchas veces qué pensarías hoy de la literatura. De nosotros, los aficionadamente expuestos, de todo lo escrito para ser leído como un objeto de mercadeo. Con qué fin llenaste tú tu día y tu noche de palabras, con qué afilada mira clavaste el dardo donde se mantiene tu verso, de qué te alimentabas si no fue de mundo, cómo nunca perdiste el juicio, cómo hablaste del amor sin sentir el húmedo peso de otro cuerpo. Qué les digo de ti a los descreídos de la honestidad del poeta si solamente viviste dentro de tu blanco límite.

Querida Emily refugiada. Fuiste de paso cobarde y sílaba viajera. Qué pensarías de esta cueva, de encontrarnos reunidos, discutiendo sobre las ediciones de tus poemas. Sentados frente a la inmensidad de todo lo arrasado, lo brutalmente desaparecido, la muerte, una por una, de todas las creencias.

Si cuestionaste a Dios, por qué sentarte a esperar la noche.

Aroa



A través del mensajero Nán, Emily respondió...



Fotografía de David Ruiz





Poeta Aroa:

Si la Poesía cambia la Vida, ¿cómo dudas de que no haga lo mismo con la Muerte? ¿O de que no pueda leer tu carta o contestarte? Piensa en Dante, recorriendo lo que no existe guiada por Virgilio, que ya no existía. A mí también todo me entraba por la carne en los primeros años. La Naturaleza te traspasa si cumples la condición de la intensidad: ese es el requisito previo del Poeta. Sea una abeja y un petirrojo, o el húmedo peso de otro cuerpo, o lo que quieras imaginar que pueda sentirse, si no hay intensidad, un claveteo obsesivo del afuera en el adentro, no hay Poeta. El objetivo exterior del Poeta es indiferente. Solo cuenta que sea una tarea que esté más allá de lo posible.


Pero la naturaleza es todavía una extraña:
Los que más la citan
Nunca han traspasado su casa embrujada,
Ni han simplificado su fantasma.

La carne es el ojo de entrada, lo demás es la disciplina de la mente.

No hay Fragata como un Libro
Para llevarnos a lejanas Tierras
Ni corceles como una Página
De briosa Poesía –

Tras la intensidad, viene el mundo propio, creado dentro, pero no reflejado: un destilado de la Creación en la creación, cuando esta es ya un Mundo nuevo.

“El ojo que no lo ha visto” puede ser
Común entre los ciegos
Pero no consintamos que la Revelación
Se detenga por tesis como estas –
He decidido contestarte así como podría haberlo hecho de otro modo y orden, siguiendo siempre mis Poemas. Llegué de joven hasta el mar y los cerros, me quedé después en el campo abierto, limité mis pasos al jardín, pasé a habitar solo la casa y, al final, únicamente la segunda planta. Las restricciones fueron inversamente proporcionales al crecimiento de mi mundo. Equilibrio y honestidad. No pude, por los tiempos, editar mis poemas, pero ahora están ahí. Porque, acumulada y vivida la Experiencia que te he relatado, ante todo fui Poeta: conocí la Tradición. Dominé la Lengua. La forcé, para expresar lo que no había sido expresado. Los pocos de entre los pocos que lean despacio mi obra, entenderán lo que te digo. No es éste un oficio destinado a la mayoría.

Poeta Emily Dickinson


La percepción de un objeto cuesta
Precisamente la pérdida del Objeto -

***
Una carta es un gozo Terrenal -
Negado a los Dioses -

7/6/10

viaje

Mientras leía aquella información sobre los nabateros de Aínsa, pensé que volver a Madrid sería terrible. Los nabateros cortaban grandes árboles que hacían descender por el Cinca y el Ara hasta llegar al Mediterráneo. Se jugaban la vida sobre ellos uniendo unos troncos a otros hasta construir inestables balsas que se deslizarían sobre la agitada corriente de los hijos acuáticos del Monte Perdido. Luego, tomamos café bajo el vuelo eficaz del quebrantahuesos, boquiabiertos ante la herida azul del deshielo y la piel manchada de la piedra con los últimos restos de la nieve. Pensamos en las piernas heladas de los que cruzaron a pie las fronteras. Le cuento cómo mi abuelo perdió todo el pelo de las piernas durante una helada en Peguerinos. Hablamos de las últimas guerras. Salpica entonces el aire de la primavera tibia y justo en la plaza del pueblo se celebra una boda. Me divierto eligiendo el mejor de los vestidos y observando el trabajo de equilibrista de las mujeres sobre el adoquinado antiguo. Todo está lleno de flores y, simpático, un perro, exactamente igual al mío, descansa en una sombra angosta de la tarde. Luchamos contra los principios inertes de la deshonestidad urbana. Tomamos sangría. Sentimos el cansancio azucarado de nuestros gemelos. Ponemos fecha para las futuras palabras y nos jugamos, como tahúres, nuestro próximo viaje. Y es entonces, cuando nuestra sombra, cogida de la mano, se alarga bajo el castillo viejo, y emprendemos bajo una catarata de montaña, nuestro regreso a la ciudad.



A través del cielo que recorta el patio de nuestra casa, asoman las estrellas de junio. Vaciamos una botella de vino con Clara. Cenamos quiche, alabamos el paisaje y rifamos la suerte de lo próximo. Sin miedo. La hija de Robert Poste, ahora mismo a mis pies, sobre la cama, espera que termine de escribir. Qué grande es la sensación de cerrar un libro. Y dormir con cientos de kilómetros andados.