A través de tres orificios de insecto, la sangre de Croacia entra en mí. Empiezan a sonar las lenguas eslavas. Luego, todo es un cruce de tranvías, la calle larga de un barrio residencial, una mujer que intenta aprender español. La plaza del Dolac está vacía a estas horas. Cenamos burek de queso y spinat, agrio de soportar el día. Y una lluvia muy fría nos empuja a terminar la llegada. Saltamos varias veces de siglo a través de la historia de Yugoslavia. No sabemos nada. Esta primera noche dormimos de tirón, sobre los ruidos incómodos de un somier desencajado. Por la mañana, el olor a pan de la vieja fábrica nos despierta.
Marcella caminará ya siempre en este viaje adelantada a nuestros pasos, buscando las huellas del comunismo en esta ciudad que tanto le recuerda a Berlín.
Pienso en cuánto le habría gustado a él venir para contemplar las paredes heridas de lo que alguna vez fue Austria-Hungría.
A medianoche, la luna alumbra la silueta negra de la frontera entre Croacia y Bosnia. Despertaremos en Sarajevo temprano, sin un mapa.
Sarajevo
A las siete de la mañana el camino se ensancha. Lo sé porque, aunque voy de espaldas al destino, la luz entra de otra manera en el vagón y pega en su cara, sentada frente a mí en el viejo compartimento de terciopelo azul.
Bosnia es bosque. De todos los pueblos despunta un minarete. Apenas unas casas escalan hacia la montaña entre la niebla, sin calles, solo hierba y verde.
Sarajevo nos recibe amanecido y gris en la estación. Alrededor, solamente altos edificios. Uno no puede entender que alguna vez tenga sol trayendo en la memoria esas imágenes. Desde el tranvía ya se ve la ciudad completamente salpicada de metralla, agujereada. Desayunamos Cevapi, salchichas picantes con cebolla fresca en un pan de pita en un restaurante del barrio turco. El yogurt cae en el estómago con gesto viejo.
Mientras nos quedamos dormidas en el Hayat, la llamada a la oración vuela sobre la ciudad a mediodía.
Algunos días después supimos que aquel primer bulevar de edificios altos que pisamos era la avenida de los francotiradores.
6 comentarios:
Qué bien volver a casa.
(En todos los sentidos.)
Besoooooooooooos!!!
Magnífico Aroa. No esperaba menos de ti.
Doy fe de lo de las paredes heridas. Y gruñidos, ¡grrr!
(Y gracias, por las fotos)
Un goce acompañarte.
Normal, viajas por las palabras con tu propia luz.
Besos, maravilla.
"Desde el tranvía ya se ve la ciudad completamente salpicada de metralla, agujereada".
Un colador debe de ser Sarajevo. En berlín, es cierto, también hay reconocibles aquí y allá restos de metralla.
Besos
llegada triunfal a Sarajevo, si señor...con el cartel de la playa de turquía y esa plaza descorazonadora y demasiado grande, demasiado fea. Creo que de todos los agujeros de bala, de toda la metralla, los cementerios y las casas en ruinas, el edificio que más tristeza me ha provocado ha sido la estación de tren: vacía, como si buscara en su explanada los viajeros que ya no llegarán nunca...
bonito diario de viaje, gracias por guardar las imágenes
un beso!!
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