En el mapa de los sitios donde lloré, ya puedo señalar el puerto azul de Algeciras. Luego el frío en la cubierta alta, el barco bailando de babor a estribor, sacudido por la cola de una ballena. Cómo no lanzarse al agua agitada, intentarlo, al menos, si ya me parece que puedo tocar la Bab Ruah de la Medina de Tetuán y aún no he dejado de escuchar las sirenas porteñas, el choque de la espuma contra la piedra, el aullido de los vencejos de la Estación Marítima.
Costa gaditana mientras el ferry se acerca al puerto de Ceuta
Las montañas del norte de Marruecos son verdes. Ha sido la primera sorpresa. El mar se retuerce para desorientarnos como un papel de plata arrugado. A este lado es brillante. Contamos, un-dos-tres, los velos, los pañuelos, las maletas, las manos sobre las piernas de los hombres que salpican la montaña. La frontera es de alambre, alta. Ya en Ceuta pequeñas hélices afiladas perfilan los edificios. Advierten. No sé qué distancia cósmica se establece entre estos hombres y yo. Es algo que no siento cuando estoy en otros lugares más lejanos. Me siento fría, me arrugo. Me escondo detrás de la palabra “no”. No hago el esfuerzo.
2 comentarios:
Las fronteras son de alambre de espino, sobre todo las que nos sepran del cuerpo deseado.
¿O no?
sobre todo esas
pero las heridas no duelen igual
o, al menos, no dejan cicatriz tan visible
y uno puede hacer
por cerrarlas
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