Hace tres años, dos viajes a Berlín y un hijo que empecé esta novela.
Y aquí está.
Felicidad.
Foto de V. Villasevil
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| Sylvia Plath con sus hijos, Frieda y Nicholas. |
La historia detrás, triste y oscura, la encuentran muy bien relatada aquí.
Si algo me queda con el paso del
tiempo del viaje que una vez hicimos de la mano de un escritor a través de unas
páginas es la memoria de los sentidos: la lateral, la marginada, la que no
ejercitamos para recordar la anécdota (taller uno). Es la que nos traen, de golpe, como una
cuchillada en el corazón, un perfume, una imagen, un sonido, el tacto de una
caricia sobre el pelo: el hueso de melocotón en el bolsillo o las zapatillas de
lona blanca manchadas de sangre. Y si algo tuviera que quedarme de este libro,
sería, sin duda, el dolor que me produjo la visita a su paisaje. No voy a hacer otro
esfuerzo, es lo que me llevaré, es equipaje. Ya hemos regresado de Comala, de Yoknapatawpha
y de aquel viejo Macondo. Ahora, acabamos de emprender la vuelta de ese lugar
sin nombre donde Lara Moreno nos sostiene en vilo durante las horas que dura la
lectura de Por si se va la luz (Lumen,
2013).
En largas charlas antes de la
caída definitiva del sol y en la cocina, tal vez vino o tequila, hablé con Lara
de esa región abstracta que todos arrastramos, pero de acceso violento. Un
lugar donde habitan las obsesiones, el amor y la muerte y los episodios donde
fuimos disidentes de nosotros mismos: el imaginario. Llegar hasta él requiere
valentía e inteligencia. Ella tiene un pasaporte mil veces sellado a sus
atmósferas. Las conoce y visita, las intuye, las rastrea con precisión de
amazona. Y el lector no tiene más opción que seguir el camino de pequeñas migas
envenenadas que prepara con una sonrisa mitad maléfica, mitad niña. Por eso, no
me costó imaginar a una escritora feliz que se sube las mangas hasta el codo
para crear ese personaje brutal y embrutecido que es la vieja Elena eviscerando
a un animal.